lunes, 29 de junio de 2009

Irrigación doctrinaria

Un río no cabe en una copa, setecientos cincuenta años de recuerdos, tampoco.
Sa´da, Chicago, Amran, California, Samaria, Ibb, Taizz. Junio de 1985. Tres integrantes de la organización en cada uno de los lugares, siete planos y un desenlace que no dejaría más que centenares de familias con algo menos que la nada, y el peor de los recuerdos para el pueblo de Israel.
La misión de Jadick consistía en concretar el planeamiento del hecho en el importante edificio "Bahary" israelita, para vengar a su colectividad a causa de un atentado por el que tuvo que lamentar miles de víctimas. Él, era integrante de una familia iraní, de gran contextura física, portador de una tupida cabellera, y un rostro en el que ardían dos brillantes cristales inquietos.
Después de dieciocho meses que tenían como punto de encuentro la casa de un ministro de Yemen, Jadick y Deiman eran quienes se inmolarían en el auto que más tarde estallaría en un millón de partes.
Pasaron ciento veinte años, y en un hospital del barrio de San Telmo, nace Lautaro. A los dieciocho años de edad ingresa a la carrere de sociología y comienza la etapa más intensa de lucha contra el terrorismo. Con el aporte de Organizaciones No Gubernamentales, construye una fundación para llevar a cabo el amparo psicológico de víctimas de atentados y, paralelamente, realizar expediciones de tipo arqueológicas
En uno de los encuentros se planea un viaje a Israel, allí donde el atentado se había realizado. Al cabo de treinta días de excavación, encuentran vestigios de todo tipo, la mayor cantidad constituída por restos fósiles, miles de ellos, dispersos por todo el lugar.
En un momento Lautaro observa como Id Masad, un arqueólogo al que había conocido a través de la fundación, pincela los restos de uno de los cuerpos para llevar a cabo estudios de arqueología y observa que al costado del cuerpo hay un detalle tan menor como potencialmente importante. Un pequeño cofre.
Lautaro, al abrirlo, siente frío. Ahora siente calor, transpira, siente a sus párpados luchar contra una inmensa cantidad de pestañas de plomo, deja caer sus rodillas. Dos ríos calmos, aunque siempre amenazantes, parten de su mirada estupefacta y se apropian de los senderos de su rostro. Su cuerpo se desploma por completo sobre la corteza de la tierra. Uno, diaz, cien y un mollón de luces colisionando entre sí, de lugares, de ríos, de hogares, de voces y rostros. Todo es parte de él, todo es familiar, a todo alguna vez vio, tocó, escuchó, y hasta besó. Todo nace, se enreda, se funde, se agota, muere. Muere la flor, muere la palabra, muere la piel, muere el aire, el suelo y el yo. Ahora ve un edificio, si, es "el Bahary", también un auto, él lo está conduciendo, y Deiman, es su acompañante.

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Jadick cierra el cofre. En su interior guarda el relato de su familiay piensa que sólo por ella hay motivo para lamentos.
-Deiman. Deiman! Convídame un cigarrillo.
-¿Quieres cinco mejor? Fuma todos juntos así mueres entes del espectáculo y seré sólo yo el que tendré registrado todo en mi cabeza ¡No en esta vida claro!
-Parece que hoy te ha vestido el humor.
-Si no me río en estos últimos diez minutos ¿Cuándo lo haré? mis próximas sonrisas sólo serán por saber que voy a morir, y algo seguramente mejor vendrá...
Alá nos hará pagar con sudor y sangre todo esto.
-No te lamentes tanto Deiman. Todos esos que ves caminando merecen volar en mil pedazos.
¿Por qué crees que llegamos hoy a ser tan puros? ¿Por qué crees que hoy están por morir de esa forma? "Cada víctima estaría sufriendo exactamente lo que hizo sufrir a otros (ni más, ni menos)". ¿Lo recuerdas?
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Un río no cabe en una copa, setecientos cincuenta años de recuerdos, en una cabeza, tampoco. El karma...cumplió su función.

Alarcón, Vanina.

viernes, 5 de diciembre de 2008

Viaje

El viento casi invernal roía los huesos mientras ella cruzaba la calle con un andar que no tocaba el suelo por miedo a congelarse. Los faroles, que eran la única fuente de calor en esa noche, titilaban intermitentes desde algunas horas. El pavimento desierto y el cielo ya no cielo sino deseo profundo de cubrecama negro la rodeaban inquisidores.

Al llegar al otro lado, automáticamente se instaló en un punto inmóvil de la acera y clavó sus tacos entre las hendiduras de las baldosas. Las rodillas y los muslos estaban más que apretados con la ingenua ilusión de concentrar el calor humano. Entre guantes y bufandas, susurraba una canción que podría haber sido tanto de ella como también de muchos otros. Su aliento recurría al vapor para dejarse ver. El cuerpo inclinado hacia un lado, con los brazos y las manos acorazando su estómago vacío y su espalda tiritante. Un movimiento frenético de cadera acompañaba a las agujas del reloj que cortaban tajantes el tiempo que pesaba en su muñeca.
Ella esperaba contemplando el horizonte, hacia su izquierda, con pupilas expectantes pero calmas. La ciudad sabía que ella estaba allí. Las líneas de nieve en el medio del asfalto lo inducían. Corrían los minutos y el ruego por la aparición del magnífico ángel de acero no servía. Más allá del frío, más allá del cielo, ella esperaba. Con la mirada fija en la adversidad tan próxima a romperse en cualquier segundo. Sólo la mantenía de pie llegar a destino.

De repente, un rectángulo perfecto con dos ojos luminosos se vislumbra entre la niebla. Se acerca lentamente como flotando y ella confirma su verdadera existencia. Su mano se levanta por inercia indicando una señal que muchos deben apreciar a esas altas horas de la madrugada. El capitán sagrado con etiqueta numerada en su parte superior se detiene frente a ella. Una puerta se abre y ella se entrega pacíficamente al viaje luego de elegir un lugar especial. Escucha rechinar el motor, pero no le importa, ella ya está en camino.


María Mannesi

Todo termina al despertar

Abro los ojos. Mis párpados se levantan casi automáticamente entre asustados y enérgicos. A lo lejos, no tan lejos, escucho un sonido intermitente, insoportable, inconcebible. Un mechón de pelo se entromete entre mis cejas y no me deja ver. Me distraigo un momento en mi cabello: cómo hacer para moverlo sin corromper la paz del despertar. Un soplido preciso unido a un rápido movimiento de nuca reestablece al intruso a su posición de origen. Pienso que he salido airosa.

La mente, que en este momento no la siento mía en absoluto, sigue adormecida. Es por eso que las imágenes que me devuelven mis pupilas son todavía turbias. El techo parece más alto, la habitación más angosta y la mesita de luz increíblemente más lejana. Es entonces cuando agudizo mis oídos y descubro que desde allí proviene el molesto sonido, ahora un poco más fuerte. Siento el sol invadir las paredes y deduzco que ya debe ser mediodía.
En una especie de parálisis, mi cuerpo yace boca arriba, inmerso en la sábana tibia, la misma que deja entrever la libertad de mi pie derecho. Seguramente haya sido una noche calurosa. Giro hacia mi derecha y me sorprende un empapelado beige a dos centímetros de mi nariz. Giro hacia mi izquierda y el volumen del sonido aumenta.

Decidida a quebrar el equilibrio entre el sueño y la vigilia, intento estirar mi brazo, para alcanzar la mesita, para tantear con mi mano, para alargar mis dedos, para callar al despertador que a esta altura ya está gritando desaforadamente. Es una bocina dentro de mis tímpanos.

Sin embargo, apenas atino a enderezar mi brazo, la sábana se enreda en el pliegue de mi axila y comienza a pegarse por el sudor de la noche de verano. La tela se adhiere a mi hombro y a mi costado derecho también. Forcejeo, tiro, me raspan las arrugas de la sábana, me irritan la piel y no se despegan. Insisto con el hombro, empujo la tela con la ilusión de que se rasgue. Es en vano. Mi otro brazo se asoma valiente desde el lado opuesto de la cama para acomodar algún trozo de sábana. Pero no. Al cruzar el brazo por sobre mi cuerpo, se hace un nudo quién sabe cómo y la misma tela se envuelve en sí misma. Yo estoy dentro de ella y el despertador explota constantemente a una distancia cada vez más corta. Pienso en mis pies. Son aquellos, los únicos, que disfrutan el estar descubiertos. Los muevo en círculos para liberarme, primero despacio y después no tanto. Pasan unos segundos y la velocidad se vuelve frenética. El colchón me quema los talones y las pantorrillas. Ahora la sábana trepó hasta mis rodillas y no puedo moverme más. Los brazos entrecruzados, las piernas inmóviles, mi cuerpo extremadamente ajustado. Cometo un drástico error y dejo caer la almohada. Entonces la sábana cubre, como por equivocación, mi cuello, mi boca, mi nariz, mis ojos y mi mechón de pelo.

Todo es blanco y húmedo. Respiro agitada por tantos esfuerzos. Mi propio aliento absorbe la sábana al interior de mi boca. Una y otra vez, inspiro y exhalo. Una y otra vez. Hasta que mis párpados pesan y admito que el despertador es menos estridente. La tela se adueña del interior de mi boca y una gota de saliva corre por la comisura de mis labios. Mi pecho descansa tranquilo. Al menos, el despertador dejó de sonar.


María Mannesi

La caja boba

Se pasaban cada vez más lentas las tardes calurosas de ese verano en Flores. Entre mates verdosos y revistas amarillentas, unos ruleros azules se imponían frente al televisor. Ese lunes, luego del decimoctavo mate lavado, Doña Clara se acomodó en su sillón con antebrazos desgastados por los años y se propuso no parpadear durante el primer capítulo de una telenovela nueva y mejicana, que no entendería en su totalidad, pero que debía ver.

Las paredes descascaradas del living-comedor secuestraban al poco oxígeno que quedaba en el ambiente. En Diciembre, el aire era espeso y húmedo, pero eso no le impedía incrustar su espalda encorvada en el respaldo del sofá. Bien instalada en su aposento, Doña Clara se aseguró de que el teléfono estuviese desconectado para que nadie la sacase su ritual del mediodía. Apenas desenchufó el cable del aparato, vinieron a su memoria voces de familiares que no iban a llamar de todas formas. Así que suspiró, y luego de llenar sus arrugados pulmones con un vapor viciado, exhaló con sabor a los años cincuenta.

Doña Clara tomó el control remoto y apretó con impaciencia el botón rojo: la pantalla se encendió y encontró su paz. No habían pasado diez minutos cuando de repente, algo la distrajo. Laura había hecho tronar la puerta de entrada del edificio de un solo empujón. Ya no importaban las imágenes titilantes del televisor. Los ojos de Clara no prestaban atención a nada en específico, era como si se hubiese vuelto ciega y todos los demás sentidos se hubiesen exaltado. La novela estaba en el departamento de arriba.

Un camino sinuoso de tacos mareados se dibujó por encima de aquellos ruleros.. En el quinto C, unas manos con uñas rojas tironeaban cajones y revolvían estantes desesperadamente. Una botella de vidrio terminó de vaciarse cuando el líquido dorado llegó al piso. Una segunda puerta rechinó y hubo una pausa larga, un último silencio sostenido en el aire. Los gritos enajenados de Laura pedían un lugar que no se les iba a otorgar. Algo que parecía un mueble pesado dejaba sus marcas en el techo y en el pecho de Doña Clara.

La voz de Pedro finalmente se hizo lugar entre todo este palabrerío. Esta vez sí era él quién hablaba. Balbuceaba. Varios estruendos espaciados pero definitivamente certeros envolvieron la habitación. Un sollozo final y dos golpes secos en el piso ensordecidos por una alfombra. Doña Clara cambió de canal. Se reacomodó en su sillón con antebrazos gastados por los años y se propuso no parpadear durante el sexto capítulo de una telenovela vieja y venezolana, que siguió sin entender en su totalidad, pero que ahora más que nunca, debía ver.


María Mannesi

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Micro relatos

“Una madre entiende lo que su hijo no dice”
Proverbio judío



Luego de la decimonovena y casi infinita discusión para lograr aquel permiso tan deseado, el silencio inmediato de Julián es entendido a la perfección por su madre. Pero el sabe muy bien, y no necesita ni quiere que se lo digan, que solo comprenderá “cuando sea grande y cuando sea padre”, las mil doscientas treinta y tres palabras de ella.



acá va otro


“Una madre entiende lo que su hijo no dice”
Proverbio judío


¿Quién dijo que una madre entiende lo que su hijo no dice? ¡Pero por favor! Avísenme donde está esa madre así se la presento a la mía y se contagia un poco. Un poquito nada más, no pretendo que entienda lo que yo no diga, ¡pero si que empiece a comprender lo que si digo y le repito ochenta veces! Así veremos y descubriremos si al fin puedo cumplir esa frase tan conocida, la primera oración que escribí en primer grado: Mi mamá me mima, mi mamá me ama.


Martina Neumarkt

Luzazul

Papá es bueno. Cuando vuelve, a la noche, siempre trae cosas nuevas. Cosas lindas. Antes solo traía relojes, collares muy lindos, casi todos dorados o plateados. Brillaban mucho. Me encantan las cosas que brillan. Me dejaba jugar un poco, después de cenar, cuando se terminaba la cerveza y podíamos pasar un ratito juntos. Me ponía encima todas las cosas nuevas, con cuidado para no quemarme con el cigarrillo que nunca falta en su mano. Relojes y pulseras en las muñecas, anillos con piedras grandotas rojas o verdes, verdes o rojas, donde podía ver mi cara muchas veces bien chiquitita y siempre esos collares largos largos alrededor del cuello y la cabeza, dándome muchas muchas vueltas. ¡Era como una reina! Pero después se los volvía a llevar. Que lástima.
Ahora no trae más esas cosas. Hace un tiempo ya que empezó a conseguir celulares y aparatitos que hacen música. Sólo eso. Casi todos son negros o grises: no brillan. Ningún anillo, ningún collar. Ya no me deja jugar con lo que trae. Una vez rompí uno de esos que tienen muchos botoncitos, es como una tele chiquita. Se me cayó sin querer, pero se enojó mucho. Y no me gusta cuando se enoja.
A la mañana, cuando él se va, mientras la ayudo a ponerse el vestido azul, mamá se suelta el pelo, negro, largo, larguísimo. Al ratito nomás siempre llega Omar. También es bueno. Hace poquito salió, pero no le gusta hablar de como era adentro. ¡Nos quiere tanto a mamá y a mí! Siempre trae una flor, un chocolatito. Me levanta por el aire y me hace volar. A mamá la abraza y la aprieta, le acaricia el pelo, le toca la cara…ella sonríe. Cuando se va, mamá esconde los regalos en una lata oxidada, se hace un rodete, gigante con todo el pelo que tiene, se pone una camiseta vieja, el pantalón cortito y empieza a cocinar.
Desde que viene Omar a mamá la panza se le puso cada vez más grande, redonda, pesada. Sentí como patea, me dice, mientras apoyo mi mano y siento golpecitos suaves que me saludan desde adentro. Pobrecito, debe querer salir. Como Omar.
Papá acaba de llegar. Bueno, primero entraron esos dos olores mezclados, los olores que tiene cuando se enoja mucho. Con la botella vacía en una mano y el cigarrillo en la boca le empieza a gritar a mamá. Salí, me dice. Yo salgo. Los golpes, gritos, gruñidos, no me dejan jugar tranquila en el fondo. Trato de hacerles un castillo a las hormigas. Con la palita de plástico rojo que me trajo Omar, levanto un puñado de tierra. Gritan más. Y de quién es, dice papá. Lo pongo arriba de la piedra gris. Levanto otro poco de tierra. Mamá llora fuerte y le responde. Pongo el puñado encima de la montañita que ya hice, construyendo la torre principal. Mamá le grita, por favor no. Elijo dos ramitas perfectas como un puente, para que las hormigas puedan subir. Un aullido, basta, por favor pará. Silencio. Portazo. Mi castillo, que se parece más a la torta que me trataron de hacer en mi último cumpleaños, se derrumba.
Vuelvo a entrar y me acuesto en el piso, al lado de mamá. Tiene los ojos cerrados y las manos sobre la panzota, cada día más grande, redonda, pesada. Pongo mi mano, pero no siento nada. Le acaricio el pelo, como Omar, pero no sonríe.
Recién me despertaron los ruidos. Igual no me dieron miedo: acá siempre hay muchos ruidos cuando está oscuro. Pero hoy se escuchaban cada vez más fuerte y más cerca. Por los agujeritos que están cerca del techo entraba una luz, primero blanca después azul, blanca otra vez y de nuevo azul. Espié por la ventana y vi como giraban las luces, como venía una y se iba la otra. ¡Qué lindas! El azul es mi color favorito. El de mamá también.
Vi a papá muy sucio, lavándose en el piletita las manos, la cara y el cuchillo que usamos para cortar el pan. En cuanto vio las luces salió corriendo rapidísimo por la puerta de atrás. Ni chau me dijo. Me parece que se gritaba con muchos señores y después alguien corría y escuché muchos de esos ruidos fuertes, cortos, rápidos, que escuchamos a veces a la noche, pero mamá no me quiere decir de qué son. Un solo grito. Y nada más. Yo sigo acostada al lado de ella, acariciándole el pelo, con mi mano en su panza, entre las hormigas que ya no tienen puente, ni torre, ni castillo.


Martina Neumarkt

martes, 2 de diciembre de 2008

volando por ahí

volando por ahí
ver las cosas de afuera
de arriba
de lejos
porque todo se derrite
y ya se puede ver
aunque nadie se de cuenta
aunque disimulen
aunque simulen
desear
desearles y mentirles
deseo que les vaya bien
deseo
eso que ya no conocen
eso que no tienen
eso que tienen y les sobra
eso que no soportan
porque no se animan
deseo
ya no deseo más
quiero
y ya tengo
y me veo,
me sobrevuelo
los sobrevuelo
y no quiero más
y era todo mentira
y no quiero más
me despido,
aunque no lo vean
aunque no lo crean
aunque no quieran
me despido de despedirme siempre
me alivio
y vuelo,
y vuelo por ahí
y se para donde ir
y voy sin más


Ariadna Asturzzi