viernes, 5 de diciembre de 2008

La caja boba

Se pasaban cada vez más lentas las tardes calurosas de ese verano en Flores. Entre mates verdosos y revistas amarillentas, unos ruleros azules se imponían frente al televisor. Ese lunes, luego del decimoctavo mate lavado, Doña Clara se acomodó en su sillón con antebrazos desgastados por los años y se propuso no parpadear durante el primer capítulo de una telenovela nueva y mejicana, que no entendería en su totalidad, pero que debía ver.

Las paredes descascaradas del living-comedor secuestraban al poco oxígeno que quedaba en el ambiente. En Diciembre, el aire era espeso y húmedo, pero eso no le impedía incrustar su espalda encorvada en el respaldo del sofá. Bien instalada en su aposento, Doña Clara se aseguró de que el teléfono estuviese desconectado para que nadie la sacase su ritual del mediodía. Apenas desenchufó el cable del aparato, vinieron a su memoria voces de familiares que no iban a llamar de todas formas. Así que suspiró, y luego de llenar sus arrugados pulmones con un vapor viciado, exhaló con sabor a los años cincuenta.

Doña Clara tomó el control remoto y apretó con impaciencia el botón rojo: la pantalla se encendió y encontró su paz. No habían pasado diez minutos cuando de repente, algo la distrajo. Laura había hecho tronar la puerta de entrada del edificio de un solo empujón. Ya no importaban las imágenes titilantes del televisor. Los ojos de Clara no prestaban atención a nada en específico, era como si se hubiese vuelto ciega y todos los demás sentidos se hubiesen exaltado. La novela estaba en el departamento de arriba.

Un camino sinuoso de tacos mareados se dibujó por encima de aquellos ruleros.. En el quinto C, unas manos con uñas rojas tironeaban cajones y revolvían estantes desesperadamente. Una botella de vidrio terminó de vaciarse cuando el líquido dorado llegó al piso. Una segunda puerta rechinó y hubo una pausa larga, un último silencio sostenido en el aire. Los gritos enajenados de Laura pedían un lugar que no se les iba a otorgar. Algo que parecía un mueble pesado dejaba sus marcas en el techo y en el pecho de Doña Clara.

La voz de Pedro finalmente se hizo lugar entre todo este palabrerío. Esta vez sí era él quién hablaba. Balbuceaba. Varios estruendos espaciados pero definitivamente certeros envolvieron la habitación. Un sollozo final y dos golpes secos en el piso ensordecidos por una alfombra. Doña Clara cambió de canal. Se reacomodó en su sillón con antebrazos gastados por los años y se propuso no parpadear durante el sexto capítulo de una telenovela vieja y venezolana, que siguió sin entender en su totalidad, pero que ahora más que nunca, debía ver.


María Mannesi

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