miércoles, 3 de diciembre de 2008

Luzazul

Papá es bueno. Cuando vuelve, a la noche, siempre trae cosas nuevas. Cosas lindas. Antes solo traía relojes, collares muy lindos, casi todos dorados o plateados. Brillaban mucho. Me encantan las cosas que brillan. Me dejaba jugar un poco, después de cenar, cuando se terminaba la cerveza y podíamos pasar un ratito juntos. Me ponía encima todas las cosas nuevas, con cuidado para no quemarme con el cigarrillo que nunca falta en su mano. Relojes y pulseras en las muñecas, anillos con piedras grandotas rojas o verdes, verdes o rojas, donde podía ver mi cara muchas veces bien chiquitita y siempre esos collares largos largos alrededor del cuello y la cabeza, dándome muchas muchas vueltas. ¡Era como una reina! Pero después se los volvía a llevar. Que lástima.
Ahora no trae más esas cosas. Hace un tiempo ya que empezó a conseguir celulares y aparatitos que hacen música. Sólo eso. Casi todos son negros o grises: no brillan. Ningún anillo, ningún collar. Ya no me deja jugar con lo que trae. Una vez rompí uno de esos que tienen muchos botoncitos, es como una tele chiquita. Se me cayó sin querer, pero se enojó mucho. Y no me gusta cuando se enoja.
A la mañana, cuando él se va, mientras la ayudo a ponerse el vestido azul, mamá se suelta el pelo, negro, largo, larguísimo. Al ratito nomás siempre llega Omar. También es bueno. Hace poquito salió, pero no le gusta hablar de como era adentro. ¡Nos quiere tanto a mamá y a mí! Siempre trae una flor, un chocolatito. Me levanta por el aire y me hace volar. A mamá la abraza y la aprieta, le acaricia el pelo, le toca la cara…ella sonríe. Cuando se va, mamá esconde los regalos en una lata oxidada, se hace un rodete, gigante con todo el pelo que tiene, se pone una camiseta vieja, el pantalón cortito y empieza a cocinar.
Desde que viene Omar a mamá la panza se le puso cada vez más grande, redonda, pesada. Sentí como patea, me dice, mientras apoyo mi mano y siento golpecitos suaves que me saludan desde adentro. Pobrecito, debe querer salir. Como Omar.
Papá acaba de llegar. Bueno, primero entraron esos dos olores mezclados, los olores que tiene cuando se enoja mucho. Con la botella vacía en una mano y el cigarrillo en la boca le empieza a gritar a mamá. Salí, me dice. Yo salgo. Los golpes, gritos, gruñidos, no me dejan jugar tranquila en el fondo. Trato de hacerles un castillo a las hormigas. Con la palita de plástico rojo que me trajo Omar, levanto un puñado de tierra. Gritan más. Y de quién es, dice papá. Lo pongo arriba de la piedra gris. Levanto otro poco de tierra. Mamá llora fuerte y le responde. Pongo el puñado encima de la montañita que ya hice, construyendo la torre principal. Mamá le grita, por favor no. Elijo dos ramitas perfectas como un puente, para que las hormigas puedan subir. Un aullido, basta, por favor pará. Silencio. Portazo. Mi castillo, que se parece más a la torta que me trataron de hacer en mi último cumpleaños, se derrumba.
Vuelvo a entrar y me acuesto en el piso, al lado de mamá. Tiene los ojos cerrados y las manos sobre la panzota, cada día más grande, redonda, pesada. Pongo mi mano, pero no siento nada. Le acaricio el pelo, como Omar, pero no sonríe.
Recién me despertaron los ruidos. Igual no me dieron miedo: acá siempre hay muchos ruidos cuando está oscuro. Pero hoy se escuchaban cada vez más fuerte y más cerca. Por los agujeritos que están cerca del techo entraba una luz, primero blanca después azul, blanca otra vez y de nuevo azul. Espié por la ventana y vi como giraban las luces, como venía una y se iba la otra. ¡Qué lindas! El azul es mi color favorito. El de mamá también.
Vi a papá muy sucio, lavándose en el piletita las manos, la cara y el cuchillo que usamos para cortar el pan. En cuanto vio las luces salió corriendo rapidísimo por la puerta de atrás. Ni chau me dijo. Me parece que se gritaba con muchos señores y después alguien corría y escuché muchos de esos ruidos fuertes, cortos, rápidos, que escuchamos a veces a la noche, pero mamá no me quiere decir de qué son. Un solo grito. Y nada más. Yo sigo acostada al lado de ella, acariciándole el pelo, con mi mano en su panza, entre las hormigas que ya no tienen puente, ni torre, ni castillo.


Martina Neumarkt

1 comentario:

Expresión Uno dijo...

Martina, decíme que te sacaste un 10. Es genial este cuento!

SoFi V.