viernes, 5 de diciembre de 2008

Viaje

El viento casi invernal roía los huesos mientras ella cruzaba la calle con un andar que no tocaba el suelo por miedo a congelarse. Los faroles, que eran la única fuente de calor en esa noche, titilaban intermitentes desde algunas horas. El pavimento desierto y el cielo ya no cielo sino deseo profundo de cubrecama negro la rodeaban inquisidores.

Al llegar al otro lado, automáticamente se instaló en un punto inmóvil de la acera y clavó sus tacos entre las hendiduras de las baldosas. Las rodillas y los muslos estaban más que apretados con la ingenua ilusión de concentrar el calor humano. Entre guantes y bufandas, susurraba una canción que podría haber sido tanto de ella como también de muchos otros. Su aliento recurría al vapor para dejarse ver. El cuerpo inclinado hacia un lado, con los brazos y las manos acorazando su estómago vacío y su espalda tiritante. Un movimiento frenético de cadera acompañaba a las agujas del reloj que cortaban tajantes el tiempo que pesaba en su muñeca.
Ella esperaba contemplando el horizonte, hacia su izquierda, con pupilas expectantes pero calmas. La ciudad sabía que ella estaba allí. Las líneas de nieve en el medio del asfalto lo inducían. Corrían los minutos y el ruego por la aparición del magnífico ángel de acero no servía. Más allá del frío, más allá del cielo, ella esperaba. Con la mirada fija en la adversidad tan próxima a romperse en cualquier segundo. Sólo la mantenía de pie llegar a destino.

De repente, un rectángulo perfecto con dos ojos luminosos se vislumbra entre la niebla. Se acerca lentamente como flotando y ella confirma su verdadera existencia. Su mano se levanta por inercia indicando una señal que muchos deben apreciar a esas altas horas de la madrugada. El capitán sagrado con etiqueta numerada en su parte superior se detiene frente a ella. Una puerta se abre y ella se entrega pacíficamente al viaje luego de elegir un lugar especial. Escucha rechinar el motor, pero no le importa, ella ya está en camino.


María Mannesi

Todo termina al despertar

Abro los ojos. Mis párpados se levantan casi automáticamente entre asustados y enérgicos. A lo lejos, no tan lejos, escucho un sonido intermitente, insoportable, inconcebible. Un mechón de pelo se entromete entre mis cejas y no me deja ver. Me distraigo un momento en mi cabello: cómo hacer para moverlo sin corromper la paz del despertar. Un soplido preciso unido a un rápido movimiento de nuca reestablece al intruso a su posición de origen. Pienso que he salido airosa.

La mente, que en este momento no la siento mía en absoluto, sigue adormecida. Es por eso que las imágenes que me devuelven mis pupilas son todavía turbias. El techo parece más alto, la habitación más angosta y la mesita de luz increíblemente más lejana. Es entonces cuando agudizo mis oídos y descubro que desde allí proviene el molesto sonido, ahora un poco más fuerte. Siento el sol invadir las paredes y deduzco que ya debe ser mediodía.
En una especie de parálisis, mi cuerpo yace boca arriba, inmerso en la sábana tibia, la misma que deja entrever la libertad de mi pie derecho. Seguramente haya sido una noche calurosa. Giro hacia mi derecha y me sorprende un empapelado beige a dos centímetros de mi nariz. Giro hacia mi izquierda y el volumen del sonido aumenta.

Decidida a quebrar el equilibrio entre el sueño y la vigilia, intento estirar mi brazo, para alcanzar la mesita, para tantear con mi mano, para alargar mis dedos, para callar al despertador que a esta altura ya está gritando desaforadamente. Es una bocina dentro de mis tímpanos.

Sin embargo, apenas atino a enderezar mi brazo, la sábana se enreda en el pliegue de mi axila y comienza a pegarse por el sudor de la noche de verano. La tela se adhiere a mi hombro y a mi costado derecho también. Forcejeo, tiro, me raspan las arrugas de la sábana, me irritan la piel y no se despegan. Insisto con el hombro, empujo la tela con la ilusión de que se rasgue. Es en vano. Mi otro brazo se asoma valiente desde el lado opuesto de la cama para acomodar algún trozo de sábana. Pero no. Al cruzar el brazo por sobre mi cuerpo, se hace un nudo quién sabe cómo y la misma tela se envuelve en sí misma. Yo estoy dentro de ella y el despertador explota constantemente a una distancia cada vez más corta. Pienso en mis pies. Son aquellos, los únicos, que disfrutan el estar descubiertos. Los muevo en círculos para liberarme, primero despacio y después no tanto. Pasan unos segundos y la velocidad se vuelve frenética. El colchón me quema los talones y las pantorrillas. Ahora la sábana trepó hasta mis rodillas y no puedo moverme más. Los brazos entrecruzados, las piernas inmóviles, mi cuerpo extremadamente ajustado. Cometo un drástico error y dejo caer la almohada. Entonces la sábana cubre, como por equivocación, mi cuello, mi boca, mi nariz, mis ojos y mi mechón de pelo.

Todo es blanco y húmedo. Respiro agitada por tantos esfuerzos. Mi propio aliento absorbe la sábana al interior de mi boca. Una y otra vez, inspiro y exhalo. Una y otra vez. Hasta que mis párpados pesan y admito que el despertador es menos estridente. La tela se adueña del interior de mi boca y una gota de saliva corre por la comisura de mis labios. Mi pecho descansa tranquilo. Al menos, el despertador dejó de sonar.


María Mannesi

La caja boba

Se pasaban cada vez más lentas las tardes calurosas de ese verano en Flores. Entre mates verdosos y revistas amarillentas, unos ruleros azules se imponían frente al televisor. Ese lunes, luego del decimoctavo mate lavado, Doña Clara se acomodó en su sillón con antebrazos desgastados por los años y se propuso no parpadear durante el primer capítulo de una telenovela nueva y mejicana, que no entendería en su totalidad, pero que debía ver.

Las paredes descascaradas del living-comedor secuestraban al poco oxígeno que quedaba en el ambiente. En Diciembre, el aire era espeso y húmedo, pero eso no le impedía incrustar su espalda encorvada en el respaldo del sofá. Bien instalada en su aposento, Doña Clara se aseguró de que el teléfono estuviese desconectado para que nadie la sacase su ritual del mediodía. Apenas desenchufó el cable del aparato, vinieron a su memoria voces de familiares que no iban a llamar de todas formas. Así que suspiró, y luego de llenar sus arrugados pulmones con un vapor viciado, exhaló con sabor a los años cincuenta.

Doña Clara tomó el control remoto y apretó con impaciencia el botón rojo: la pantalla se encendió y encontró su paz. No habían pasado diez minutos cuando de repente, algo la distrajo. Laura había hecho tronar la puerta de entrada del edificio de un solo empujón. Ya no importaban las imágenes titilantes del televisor. Los ojos de Clara no prestaban atención a nada en específico, era como si se hubiese vuelto ciega y todos los demás sentidos se hubiesen exaltado. La novela estaba en el departamento de arriba.

Un camino sinuoso de tacos mareados se dibujó por encima de aquellos ruleros.. En el quinto C, unas manos con uñas rojas tironeaban cajones y revolvían estantes desesperadamente. Una botella de vidrio terminó de vaciarse cuando el líquido dorado llegó al piso. Una segunda puerta rechinó y hubo una pausa larga, un último silencio sostenido en el aire. Los gritos enajenados de Laura pedían un lugar que no se les iba a otorgar. Algo que parecía un mueble pesado dejaba sus marcas en el techo y en el pecho de Doña Clara.

La voz de Pedro finalmente se hizo lugar entre todo este palabrerío. Esta vez sí era él quién hablaba. Balbuceaba. Varios estruendos espaciados pero definitivamente certeros envolvieron la habitación. Un sollozo final y dos golpes secos en el piso ensordecidos por una alfombra. Doña Clara cambió de canal. Se reacomodó en su sillón con antebrazos gastados por los años y se propuso no parpadear durante el sexto capítulo de una telenovela vieja y venezolana, que siguió sin entender en su totalidad, pero que ahora más que nunca, debía ver.


María Mannesi

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Micro relatos

“Una madre entiende lo que su hijo no dice”
Proverbio judío



Luego de la decimonovena y casi infinita discusión para lograr aquel permiso tan deseado, el silencio inmediato de Julián es entendido a la perfección por su madre. Pero el sabe muy bien, y no necesita ni quiere que se lo digan, que solo comprenderá “cuando sea grande y cuando sea padre”, las mil doscientas treinta y tres palabras de ella.



acá va otro


“Una madre entiende lo que su hijo no dice”
Proverbio judío


¿Quién dijo que una madre entiende lo que su hijo no dice? ¡Pero por favor! Avísenme donde está esa madre así se la presento a la mía y se contagia un poco. Un poquito nada más, no pretendo que entienda lo que yo no diga, ¡pero si que empiece a comprender lo que si digo y le repito ochenta veces! Así veremos y descubriremos si al fin puedo cumplir esa frase tan conocida, la primera oración que escribí en primer grado: Mi mamá me mima, mi mamá me ama.


Martina Neumarkt

Luzazul

Papá es bueno. Cuando vuelve, a la noche, siempre trae cosas nuevas. Cosas lindas. Antes solo traía relojes, collares muy lindos, casi todos dorados o plateados. Brillaban mucho. Me encantan las cosas que brillan. Me dejaba jugar un poco, después de cenar, cuando se terminaba la cerveza y podíamos pasar un ratito juntos. Me ponía encima todas las cosas nuevas, con cuidado para no quemarme con el cigarrillo que nunca falta en su mano. Relojes y pulseras en las muñecas, anillos con piedras grandotas rojas o verdes, verdes o rojas, donde podía ver mi cara muchas veces bien chiquitita y siempre esos collares largos largos alrededor del cuello y la cabeza, dándome muchas muchas vueltas. ¡Era como una reina! Pero después se los volvía a llevar. Que lástima.
Ahora no trae más esas cosas. Hace un tiempo ya que empezó a conseguir celulares y aparatitos que hacen música. Sólo eso. Casi todos son negros o grises: no brillan. Ningún anillo, ningún collar. Ya no me deja jugar con lo que trae. Una vez rompí uno de esos que tienen muchos botoncitos, es como una tele chiquita. Se me cayó sin querer, pero se enojó mucho. Y no me gusta cuando se enoja.
A la mañana, cuando él se va, mientras la ayudo a ponerse el vestido azul, mamá se suelta el pelo, negro, largo, larguísimo. Al ratito nomás siempre llega Omar. También es bueno. Hace poquito salió, pero no le gusta hablar de como era adentro. ¡Nos quiere tanto a mamá y a mí! Siempre trae una flor, un chocolatito. Me levanta por el aire y me hace volar. A mamá la abraza y la aprieta, le acaricia el pelo, le toca la cara…ella sonríe. Cuando se va, mamá esconde los regalos en una lata oxidada, se hace un rodete, gigante con todo el pelo que tiene, se pone una camiseta vieja, el pantalón cortito y empieza a cocinar.
Desde que viene Omar a mamá la panza se le puso cada vez más grande, redonda, pesada. Sentí como patea, me dice, mientras apoyo mi mano y siento golpecitos suaves que me saludan desde adentro. Pobrecito, debe querer salir. Como Omar.
Papá acaba de llegar. Bueno, primero entraron esos dos olores mezclados, los olores que tiene cuando se enoja mucho. Con la botella vacía en una mano y el cigarrillo en la boca le empieza a gritar a mamá. Salí, me dice. Yo salgo. Los golpes, gritos, gruñidos, no me dejan jugar tranquila en el fondo. Trato de hacerles un castillo a las hormigas. Con la palita de plástico rojo que me trajo Omar, levanto un puñado de tierra. Gritan más. Y de quién es, dice papá. Lo pongo arriba de la piedra gris. Levanto otro poco de tierra. Mamá llora fuerte y le responde. Pongo el puñado encima de la montañita que ya hice, construyendo la torre principal. Mamá le grita, por favor no. Elijo dos ramitas perfectas como un puente, para que las hormigas puedan subir. Un aullido, basta, por favor pará. Silencio. Portazo. Mi castillo, que se parece más a la torta que me trataron de hacer en mi último cumpleaños, se derrumba.
Vuelvo a entrar y me acuesto en el piso, al lado de mamá. Tiene los ojos cerrados y las manos sobre la panzota, cada día más grande, redonda, pesada. Pongo mi mano, pero no siento nada. Le acaricio el pelo, como Omar, pero no sonríe.
Recién me despertaron los ruidos. Igual no me dieron miedo: acá siempre hay muchos ruidos cuando está oscuro. Pero hoy se escuchaban cada vez más fuerte y más cerca. Por los agujeritos que están cerca del techo entraba una luz, primero blanca después azul, blanca otra vez y de nuevo azul. Espié por la ventana y vi como giraban las luces, como venía una y se iba la otra. ¡Qué lindas! El azul es mi color favorito. El de mamá también.
Vi a papá muy sucio, lavándose en el piletita las manos, la cara y el cuchillo que usamos para cortar el pan. En cuanto vio las luces salió corriendo rapidísimo por la puerta de atrás. Ni chau me dijo. Me parece que se gritaba con muchos señores y después alguien corría y escuché muchos de esos ruidos fuertes, cortos, rápidos, que escuchamos a veces a la noche, pero mamá no me quiere decir de qué son. Un solo grito. Y nada más. Yo sigo acostada al lado de ella, acariciándole el pelo, con mi mano en su panza, entre las hormigas que ya no tienen puente, ni torre, ni castillo.


Martina Neumarkt

martes, 2 de diciembre de 2008

volando por ahí

volando por ahí
ver las cosas de afuera
de arriba
de lejos
porque todo se derrite
y ya se puede ver
aunque nadie se de cuenta
aunque disimulen
aunque simulen
desear
desearles y mentirles
deseo que les vaya bien
deseo
eso que ya no conocen
eso que no tienen
eso que tienen y les sobra
eso que no soportan
porque no se animan
deseo
ya no deseo más
quiero
y ya tengo
y me veo,
me sobrevuelo
los sobrevuelo
y no quiero más
y era todo mentira
y no quiero más
me despido,
aunque no lo vean
aunque no lo crean
aunque no quieran
me despido de despedirme siempre
me alivio
y vuelo,
y vuelo por ahí
y se para donde ir
y voy sin más


Ariadna Asturzzi

no es anónimo

el texto anterior olvidé firmarlo
ya subiré más...
Ariadna Asturzzi

Mundo Azul

“Todos los ríos van al mar y el mar jamás se desborda”

Agua, agua marina, agua que lo rodeaba. Se sentía extasiado, se sentía sobrepasado por la oscuridad intensa, por el azul profundo de la eternidad, este mundo parecía no tener fin. Entonces… era verdad, se dijo para si.
Los dioses desfilaban frente a él sin más pompa que su arrollador desplazamiento, el estaba quieto, paralizado, se le presentaban como un sueño frente a sus ojos, tiburones, ballenas, delfines, rayas, caballitos de mar, todos existían.
Había llegado al paraíso, había llegado al “Mundo Azul”. Ese mundo del que tanto había escuchado, donde habitaban esos dioses poderosos e inalcanzables a los que tanto había admirado, en esas historias que ya se le antojaban como puros inventos de sus mayores para impresionarlo, existía en realidad.
Esto era más que la libertad, era el mar.
Y de pronto recordó. Recordó el pequeño estanque en su mundo verde, recordó a sus amigos, recordó a su familia y a pesar de estar solo se sintió feliz, por lo menos uno de ellos sabría a partir de ahora que todo era verdad.
Durante su infancia de pequeño nadador inquieto, su abuelo le había contado sobre los grandes dioses omnipotentes que vivían en interminables aguas azules, saladas, extensas, sin fin, sin límites. Dioses del alimento, de la guerra, de la diversión, de la sabiduría, nadadores grandes e inigualables. El mismo abuelo que tenía la costumbre de pasarse horas inmóvil realizando un ritual en homenaje a aquellas divinidades que reinaban en este mundo y vivían en el mundo prometido, el “Mundo Azul”.
Aquella tarde, el estanque había estado tranquilo, la gente los había atiborrado de migas, lombrices, y comida despedazada pero finalmente habían dejado las costas libres. Ya casi llegada la noche el agua del estanque había comenzado a agitarse y sin más preámbulos se habían precipitado del cielo enorme cantidad de gotas que golpeaban contra el verde del estanque y ahí se quedaban refrescando la inmovilidad. Pasaron días de lluvia interminable y Elías comenzó a temer lo inevitable, sintió que el momento había llegado, que lo que siempre creyó imposible estaba a punto de pasar. ¿Estaba siendo testigo del comienzo de la gran unión?
Elías no lograba comprender realmente lo que estaba sucediendo, pero se daba cuenta de que era sólo el principio, después de días y noches de lluvia, el agua sobrepasó los límites del estanque y se unió con más agua. De algo estaba seguro, lo esperaba una larga travesía.
Las aguas se volvieron cada vez más violentas y Elías perdió contacto con todos sus compañeros del estanque, se encontró sólo y sin saber que hacer, así que entre triste y resignado simplemente se dejó llevar por la corriente.
Ya no quedaba ni un dejo de verde en el agua, el entorno se había puesto amarronado y barroso, en su camino se cruzó con plantas, autos, copas de árboles y hasta edificios. Trató de refugiarse en distintos recovecos pero no había mucho para hacer, parecía que el agua supiera a donde lo llevaba.
Perdió por completo la noción del tiempo y el espacio, pasó algunos días casi inconciente, hasta que algo lo despabiló, el agua empezaba a sentirse salada y era cada vez más clara, era cada vez más azul. No podía disimular su entusiasmo, no podía no pensar en el mundo prometido del que tanto se había mofado de pequeño, no podía evitar ilusionarse con ese lugar que le parecía un invento más para distraerlo de una vida aburrida y monótona.
Y finalmente ahí estaba Elías frente al principio de todos los misterios contemplando a sus dioses. Supo que no iba a ser fácil para él, un pequeño pez de estanque que nunca había visto más que su verdoso entorno, sobrevivir en el paraíso. Y fue cuando recordó algo que su abuelo le había dicho y había quedado grabado en su mente “Dicen que su canto te salva, te guía, te cuida, es la diosa de la sabiduría, si lográs escuchar su canto déjate llevar, porque estarás a salvo”. Entonces tomó coraje y entendió que era el momento de vivir, de aprender a ver, de dejar de ver para realmente mirar, de dejar de oír para empezar a escuchar, de arriesgarse a lo desconocido sin miedo. Se dio cuenta que sí estaba en el mar, en ese mundo con posibilidades infinitas, plagado de maravillas y rodeado de dioses y seres fantásticos. Y en ese momento logró escucharlas, realmente estaba escuchando el canto de ellas, que se hacía cada vez más fuerte, más cercano, más maravilloso, y se dejó llevar.

lunes, 1 de diciembre de 2008

Gula

Sentado en la silla de roble que alguna vez habría comprado su madre, por hacer un perfecto contraste con los azulejos amarillos, disfrutaba de la suave brisa que se colaba por los diminutos agujeros del mosquitero de la puerta principal. Con sus dedos largos y finos contorneaba los tulipanes blancos del mantel, y en su cabeza rondaba una y otra vez la nada misma.
Frente a el se encontraba la bandeja de la merienda, esa que conocía de memoria: una taza de porcelana, con la cucharita y el plato formando un perfecto juego, la tetera con leche tibia, el vaso de jugo recién exprimido por alba, a la que esta vez se le había escapado una semilla que flotaba en el liquido naranja, una canasta con 10 tostadas recién horneadas, un tarro de manteca y otro de dulce de leche, cada uno con su cuchillo de untar y su cuchara respectivamente.
No tenia mucha hambre, pero sus ojos inquietos y aburridos se posaron sobre el tarro de dulce de leche. Primero observo la perfecta forma del objeto de vidrio , ancho abajo y angosto arriba y en su tapa, una telita cuadrille azul y negra con una cintita de raso blanca, adentro la crema espesa de color marrón oscuro , le hizo saber que era de repostería,y se sintio feliz por ello ya que era su preferido .
Se inclino hacia atrás, como un artista que mira su obra terminada, y su boca se mojo mas de lo normal pidiendo a gritos el manjar. Coloco una mano en la parte baja del frasco y con la otra giro la tapa, de chiquito tenia una gran habilidad para esas cosas así que no le costo mucho. Cuando lo tuvo abierto frente a el cerro los ojos y el inconfundible olor entro por su nariz sin pedir permiso, bajo por su garganta y provoco que su panza ruja de impaciencia.
Estiro su cuello y miro hacia el interior, una sonrisa picara se formo en su cara, sabia que para esta tarea no necesitaría ni cuchara, ni una tostada, su dedo seria el protagonista, nada mas placentero que corrumpir las reglas y desobedecer a su madre, quien consideraba este acto como un delito fatal.
Eligio como protagonista al índice, y comenzó a hundirlo, la fría crema le provoco un escalofrío, levanto el dedo cargado y lo llevo a la boca , paso su lengua una y otra vez hasta acabar con el manjar, pero su cuerpo le pedía mas .
Volvió a escoger el mismo dedo, comenzó a hundirlo nuevamente, pero de repente algo cambio, su mano entera hasta la muñeca se introdujo en el frasco, algo lo tiraba desde adentro y por mas fuerza que hacia no le permitía sacarla, la desesperación se apodero de el.
Cuando finalmente logro liberarse se miro su extremidad derecha, y corriendo el resto de dulce de leche con su mano izquierda, pudo ver reflejado en esa perfecta superficie redonda de acero inoxidable su aterrorizado rostro, si en lugar de tener un mango tallado, su muñeca seguiría allí, podría haber descubierto el rapido latir de sus pulsaciones.
Un grito seco se colo por los diminutos agujeros del mosquitero de la puerta principal y corto la suave brisa de aquella tarde de verano.

La gula y concupiscencia matan más que la abstinencia.




Soledad Rodiguez

vuelo

Seis de la mañana en Villa la Cava, un rayo de sol se colaba por la chapa oxidada, y caía justo sobre el ojo cerrado de Héctor. Su cuerpo caliente y golpeado, un poco por su Padre otro poco por la indiferencia, comenzaba a despabilarse.
Abrió primero un ojo, y espío con desilusión su realidad, esa que en sus 3 horas de sueño había sido distinta, pero que ahora se precipitaba sobre su cabeza y la hacia latir una y otra vez.
Unos cuantos tetrabrik sobre la mesa le indicaron que su Padre había estado tomando hasta tarde, lo que significaba que el trabajo de hoy caería pesadamente sobre sus hombros, su madre le gritaba a unos pocos metros, y los estómagos vacíos de sus hermanos lloraban desconsoladamente.
Giro un poco más la cabeza y miro por la ventana de la casilla, una paloma de plumaje gris oscuro planeaba en el cielo abierto. Recordó cuantas veces había soñado con esa libertad, poder volar lejos de todo y de todos, y hundirse en el cielo azul, para empezar una vida nueva y distinta de la que le había regalado ese que cuelga en la cruz.
Pero su abuelo le había dicho alguna vez que la oportunidad es solo para unos pocos, “mire pa` delante hijo, que la vida es esta que no ha tocado “, hundiéndose en esas palabras Héctor comenzó su día.
El sol estaba en su punto más alto, eran las 13:00hs. , y los cartones que había logrado juntar no llenaban ni la mitad de la bolsa de arpillera, unos 33º golpeaban a la ciudad de Buenos Aires, y por la cara de Héctor se deslizaban lagrimas de sudor.
Pero su mente estaba en otro lado: en los golpes que recibiría al llegar a su casa con tan poco dinero, en la paloma gris oscura, en sus hermanos, en el vuelo, en su miseria, en el vuelo, en las palabras de su abuelo, en los gritos de su madre, en su insignificante presencia que atraía la mirada de la gente, pero no su ayuda ni compasión.
La campana de la catedral anuncio que eran las 01:00, Héctor comenzó su regreso a casa, sus dientes mordían el labio inferior, y en su bolsillo bailaban los $20 pesos con los que remato hoy su dignidad, su cara de cansancio se reflejaba como un largo cuchillo en los ojos de algunos, que cruzaban de vereda ante el paso cansado de sus pies descalzos.
Corrió las cortinas que hacían de puerta e ingreso a la casilla, eran las 2:00 de la mañana, para su suerte no había nadie a la vista, con un ruido sordo cayo tendido en el colchón, sus piernas le temblaban, las llagas de sus manos se hacían sentir, pero eso no le impidió dormir, no a el, no a Héctor.
De golpe sintió algo sobre su cara, abrió su ojos derecho y el puño cerrado de su Padre cayo sobre el con fuerza, luego sobre su boca, los golpes no cesaban, el dolor le calaba los huesos, sus costillas amortiguaban los puntapié, y sus ojos sangraban de impotencia.
Como pudo logro incorporarse y comenzó a correr. Corrió como nunca lo había hecho, otra vez las palabras de su abuelo resonando en su cabeza, los gritos de su padre se habian convertido en un zumbido para sus oídos, pensó en su infancia, en su madre, en los estómagos de sus hermanos, en la paloma gris, en la realidad, en la bolsa de arpillera. Comenzó a sentir un leve picazón en sus brazos, que aumentaba cada vez mas, su boca comenzó a dolerle, y observo como sus piernas cambiaban de forma, sus plumas eran de un color gris oscuro, y ya no corría, ni siquiera caminaba, ahora volaba, era libre, y ágilmente comenzó a dirigirse hacia el sol.
Pensó en las veces que había llorado, y río por primera vez en 20 años.
seis de la mañana en villa la cava, que distinta se ve desde arriba.

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Bienvenidos!

Es hora de subir cosas!